Aquel te llevó a mi, entraste sin llamar,
y pronto te limitaste a juzgar.
¿No merecía un poquito de intimidad?
No era el momento, tampoco el lugar.
Cuando acabaste tu feroz monólogo,
tan solo cerraste sin preguntar.
Algún día lo hiciste hábito,
y ahí fue cuando olvidaste dialogar.
No puedes reprocharme nada;
aquel grito fue la calma del suplicio
que, recreado por mera impotencia,
desde aquella me atosigaba.
Además, fue la crítica a tu cusión
pues el dis arriba lo perdió.
Que conste, no fui grosera;
el saco oscuro de palabras pensadas,
de repente, explotó.
Producto de tu descaro:
el de no autorizarme a argumentar.
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